PERSONAS DE UTILIDAD PÚBLICA




Hay personas que deberían ser consideradas de “utilidad pública”; personas que con sus actos o con sus palabras son referentes en valores, en ejemplo y sobretodo en humanidad. No hace demasiado que comentaba con un amigo que “no intentar explotar todo nuestro potencial debía considerarse un pecado, que digo pecado, un delito”.

Esas personas que, solo con una frase, nos inspiran para ser mejores, en que compartiendo solo un minuto de sus vidas nos hacen sentir bien o que la simple lectura de una frase suya nos invita a reflexionar y a bucear en nuestro interior haciendo que cambiemos algo de mayor o menor relevancia en nuestras vidas. Son esos “momentos” en los que su vida o su obra se cruzan en las nuestras y provocan reacciones muy diversas y contribuyen a construirnos como personas o como profesionales. Son esa fuente de inspiración, ese reactivo de nuestro alma que hacen que su recuerdo pase a formar parte de nuestra memoria y que sea una de las muescas de nuestra personalidad.

Pero estas personas, al igual que nosotros, no tienen la obligación de tener la trascendencia de esos “momentos” en modo 24/7, esas personas no son perfectas e irreprochables. Posiblemente, al igual que nosotros, han podido saltarse un límite de velocidad, hacer daño a una pareja al dejarla, haber contestado mal a su abuela o haber pedido al fontanero que no le haga factura. Esas personas, al igual que nosotros, no son perfectas y eso es lo que da más valor, si cabe, a esos “momentos” y esos “mensajes” que nos llegan. Eso es lo que les da veracidad como personas.

Todos podemos ser, en algún momento de nuestras vidas, un referente para alguien. Todos podemos haber ayudado a alguien de forma consciente o inconsciente y todos tenemos la misma necesidad de sentirnos útiles de alguna forma. Pero hoy en día a través de las redes sociales en donde, la mayoría de las veces, elegimos lo que compartimos, nos hacen vivir “esos cachitos” de nuestras vidas de lo que estamos orgullosos o de lo que, en el fondo, queremos que sean nuestras vidas.

Yo, hace muchos años, elegí no compartir ninguna foto en redes de mi familia. El motivo es que yo puedo decidir por mí, pero no tengo derecho a decidir por mis hijos o mi mujer. Mis momentos felices con los míos, son nuestros, de nadie más. Esa es mi elección y no es ni mejor ni peor de la contraria que miles de personas hacen. Lejos de criticarles, celebro que ellos sean felices haciéndolo. Pero lo que está claro es que ni mi vida es 24/7 atardeceres en mi Cádiz del alma, ni me paso el día tomando gin-tonics en maravillosas copas. Son momentos de mi vida, pero no mi vida.

Mi vida, como la de cualquiera, está llena de momentos buenos y malos, de decisiones acertadas y erradas, de luces y sombras, de felicidad y lágrimas. Mi intención compartiendo en redes, este texto por ejemplo, es compartir cosas que creo y deseo puedan ayudar a alguien a reflexionar, a ser mejor o a ser feliz por unos segundos. Todas aquellas personas que sigo y con las que interactúo en las redes me aportan, de una forma u otra y pretendo devolverles una pequeña parte de todo cuanto me aportan.

En esta vida todo es dar y recibir, disfrutar y sufrir, aprender y desaprender… Todo es sumar, todo es completar el conocimiento que nos ayuda a entender, disfrutar y vivir más plenamente. A medida que cumplimos años y aprendemos a construir nuestras experiencias, somos capaces de mejorar en nuestra técnica de construcción de nuestra propia persona. Para ello hemos de encontrar unos elementos tractores de nuestra misión y, hasta la fecha, he identificado unos que, por lo menos a mí, me sirven y mucho. El amor, el perdón, la empatía, la generosidad y la comprensión, todo ello aderezado con una enorme dosis de humildad y ausencia de juicio del prójimo.

En mi vida me he encontrado con jóvenes brillantes que, cegados por su propia luz, desprecian al prójimo y que se sirven de sus semejantes para construir sus atalayas desde la que se distancian tanto de la vida, que se pierden el vivirla en primera persona. Pero también he encontrado personas con tantas cicatrices en su haber, que ni ellos mismos se reconocen ante el espejo, en donde solo la visión de las marcas le recuerdan el dolor y le atrofian, hasta eliminarles, la capacidad de disfrute. O aquellos que víctima de su dolor buscan sanación en infligir daño a terceros en búsqueda de un bálsamo que nunca llega.

Pero he aprendido a no juzgar. No sé qué ha podido llevar a esa persona a ser como es, solo sé que la gran batalla la libra en su interior. Esas batallas que todos, en un momento u otro, hemos librado son las peores, las más duras y encarnizadas y en donde solo hay dos formas de salir: más fuertes y listos para librar la próxima o más débiles y más esclavos de nuestros demonios interiores. Nuestra misión, como especie y como bien decía al inicio, es “intentar explotar todo nuestro potencial para no pecar” y solos no podremos, necesitamos todas aquellas “hormigas que dejan huellas de elefantes” de las que he hablado hace meses y nosotros, a su vez, tendremos que hacer de “hormigas” en las vidas de nuestros semejantes.

Dependerá de nosotros, de nuestro verbo y nuestras acciones, que podamos convertirnos, algún día, en “personas de utilidad pública”.

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