MOCHILAS DE LA VIDA...


 Queramos o no, nuestro carácter, nuestros circuitos mentales y nuestro criterio, se van conformando a lo largo de nuestra vida. La fase inicial, junto a nuestros padres es crucial, ya que va a sentar las bases para ir construyéndonos como personas.

 

Hace unos años, un psicólogo me explicó, muy en detalle, cómo funciona el mundo de las percepciones. Muy resumido venía a decir que, ante un acontecimiento, nuestra mente lo percibía a través de la lente de nuestra mente. Esa lente era el resultado de como se había ido construyendo nuestro “sistema receptor”, en una frase, en “cómo percibíamos las cosas”. Esto, ciertamente, dependía mucho de la intensidad del mensaje, del mensaje y del emisor. Posteriormente, al entrar en nuestra mente, nos provocaba unas emociones/ sentimientos, que, a su vez, nos impactaban a la hora de reaccionar a través de nuestro comportamiento. 

 

Su explicación era mucho más extensa y mucho mejor explicada, pero para el fin que pretendo, creo que se puede entender la idea. A lo largo de la vida, vamos cargando una mochila “virtual” en nuestra mente, que está marcada por nuestras emociones, buenas o malas, que van “puliendo” esa lente que nos hace percibir nuestro entorno. De esa forma, al igual que el perro de Pavlov, si nuestra mochila nos hace predisponernos positivamente cuando escuchamos una canción, nuestra mente se posicionará en modo “recepción buen rollo”. Si, por lo contrario, cada vez que se nos acerca una persona, lo hace para echarnos un rapapolvo, nuestra mente se pondrá en modo “resistencia al rapapolvo”. 

 

Lo que más nos va modelando esa lente son las emociones cotidianas que, de forma automática se van cargando en esa “mochila” a la que hacía mención. Es muy difícil ser consciente de ello, por lo que vamos condicionando nuestra capacidad perceptiva de forma constante e inapreciable. Dicho esto, hay “grandes momentos” de alegría, felicidad, dolor… nos pueden hacer “resetear en parte” algunos de los automatismos creados inconscientemente. Cierto es que el dolor marca más que la alegría a la hora de romper el mecanismo, no obstante, ambas pueden hacerlo. 

 

Hace pocas fechas perdí a una persona muy importante en mi vida; mucho más importante de lo que yo mismo creía: mi madre. Esas lágrimas que siguen brotando de forma incontrolada cuando la evoco son la prueba fehaciente del enorme dolor que me causa no verla, que no su ausencia. Su papá, mi abuelo, solía decir que nadie se ha ido del todo mientras que sigamos pensando en él, por eso, a mamá no la podré volver a ver, pero nunca se habrá ido de mi vida: siempre estará en mí. Y este golpe, tan duro como inesperado, ha cambiado algo en mi vida.

 

No voy a entrar en detalles, que son demasiado personales, pero si es cierto que hay cosas que han cambiado mi percepción. Muchas cosas que no me quiero perder, muchos momentos que quiero repetir y muchas conversaciones que no dejaré para tenerlas “en el momento adecuado”. Porque el momento más adecuado es ahora. La vida no da segundas oportunidades, a pesar de que nos pensemos que sí. Todos y cada uno de los minutos vividos son únicos e irrepetibles. Ese beso que intentas repetir nunca será igual, esa obra de teatro de la que hacen dos sesiones al día, nunca se repetirá. La emoción de ver el hermoso atardecer no será la misma…

 

Tomemos consciencia de nuestras mochilas y no menos importante, de las mochilas de los demás; seamos comprensivos, a la vez que aceptemos que son cargas que mutan y se transforman con el tiempo y con las experiencias vividas. Eso es la vida, la madurez y la belleza de las relaciones humanas: únicas e irrepetibles. Aceptemos con agrado el cambio, porque nos hará mejorar en la experiencia vital y nos permitirá dar una versión más completa de nosotros a los que queremos. Dejemos de ver las mochilas como cargas y veámoslas como ese repositorio de nuestra singularidad, lo que nos da valor.

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